Amazonía peruana: Crímenes de Estado en nombre del libre comercio

Cuando el pasado 5 de junio un helicóptero comenzó a disparar contra los manifestantes que cortaban una carretera de la localidad de Bagua, el poder político y económico sabía muy bien lo que se hacía
Sergio de Castro Sánchez | Ojarasca |

Sergio de Castro Sánchez. Lima, Perú. Todo hace pensar que la barbarie fue calculada. Cuando el pasado 5 de junio un helicóptero comenzó a disparar contra los manifestantes que cortaban una carretera de la amazónica localidad de Bagua, el poder político y económico de Perú sabía muy bien lo que se hacía. La muerte de decenas de indígenas —fuentes de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep) hablan de más de un centenar— y de una veintena de policías buscaba acabar de manera aleccionadora con la protesta iniciada casi dos meses antes por los amazónicos, pero también crear un contexto que frene de una vez por todas las constantes movilizaciones sociales (algunas victoriosas) en Perú. El presidente Alan García y sus secuaces no sólo han insinuado la existencia de apoyo económico por parte de los gobiernos de Venezuela y Bolivia a los amazónicos, sino que han vinculado a los originarios con el grupo armado Sendero Luminoso, por estos días de nuevo activo en el país.

La participación de militares estadunidenses en maniobras de entrenamiento en suelo peruano; la presencia de la oscura Agencia Antidrogas de EUA (DEA) en la Amazonía; la posible existencia —negada por el gobierno— de un Centro de Operaciones e Inteligencia Conjunto entre ambos países en los Andes; la candidatura peruana a suceder a Ecuador como sede de una base militar estadounidense… A buen seguro, el “Plan Perú” ya está en la mente de los de arriba.

Decretazos y TLC. La entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con EUA el pasado 1 de febrero vino acompañada de la aprobación de un centenar de decretos legislativos —algunos declarados inconstitucionales por la Comisión de Constitución del Congreso— por parte del presidente Alan García con la finalidad de adecuar la legislación peruana al nuevo contexto económico del país sudamericano. Una profundización del libre mercado también presente en las negociaciones que Perú y Colombia están realizando con la Unión Europea y que han empujado al borde del abismo a la Comunidad Andina de Naciones (CAN), conformada además por Ecuador y Bolivia, que en un principio acordó realizar tales negociaciones como bloque.

Las movilizaciones indígenas contra el TLC y los decretos que lo acompañan comenzaron el 9 de agosto de 2008. Presionado por las tomas de instalaciones petroleras, oleoductos e hidroeléctricas —que el gobierno respondió declarando un estado de emergencia— el 22 de ese mes el Congreso derogaba dos de los decretos, incluido el 1015, que permitía, a través de asambleas realizadas a espaldas de las comunidades, vender sus tierras al mejor postor.

Sin embargo, los propios indígenas advertían que no había que “bajar la guardia”.

El 9 de abril de este año volvieron las movilizaciones. Los cortes de carreteras y vías navegables, y la toma de instalaciones petroleras, obtuvieron la respuesta esperada: la declaración del estado de excepción y la militarización de la Amazonía, así como un simulacro de diálogo con los indígenas por parte del gobierno.

El acuerdo alcanzado en la IV Cumbre Indígena celebrada en Puno de seguir con las movilizaciones iniciadas el 9 de abril de este año “hasta las últimas consecuencias”, y el paro nacional convocado para el 11 de junio, sin duda hizo encender las alarmas. El negocio corría peligro.

La violencia como política de Estado. La efervescencia social no viene sólo de los sectores indígenas, y no sólo ellos han sufrido la represión. Una huelga general el 9 de julio de 2008 —en la que se produjeron 200 detenciones por parte de los 100 mil efectivos desplegados por el Ejecutivo, incluido el Ejército— y el paro minero en la región de Tacna en octubre del año pasado con un saldo de 3 muertos, 100 heridos y 66 detenidos, son otras de las movilizaciones recientes ocurridas en Perú.

Durante su anterior mandato (1985-1990), Alan García protagonizó masacres como las perpetradas en los penales de Chorrillos, Lurigancho y El Frontón, en donde murieron más de 300 reos; o como las de Accomarca o Cayara, cuando el Ejército ajustició, en ambos casos, a 69 personas.

La ayuda de los paramilitares, a través del Comando Rodrigo Franco, fue insustituible cuando —pertrechados con armas de la policía— se dedicaron a asesinar a lideres sindicales, políticos de izquierda, abogados y testigos de las matanzas cometidas por el Ejército peruano.

La oscuridad del despojo. De entre los decretos que provocaron la reciente protesta destaca el 1090 “Ley Forestal y de Fauna Silvestre” que permite aprobar cualquier proyecto en tierras indígenas si éste es declarado de “interés nacional”, y que apenas un día antes de la masacre decidió el Congreso no discutir su derogación.

Sin embargo, es la fiebre petrolera —similar a la padecida por el presidente colombiano, Álvaro Uribe— la mayor amenaza para los 65 pueblos que habitan la Amazonía peruana. Si en 2005 menos de 15% de la selva fue entregado a las petroleras, actualmente esa cifra alcanza 72%. En octubre pasado, unas grabaciones demostraron que funcionarios y empresarios de la órbita de Alan García —incluido el por entonces presidente de la estatal Petroperú— habían tratado de cobrar comisiones por parte de la petrolera noruega Discover Petroleum a cambio de un trato preferencial en el proceso de licitación.

Proyecto represivo. Alan García ya lo había advertido en un artículo publicado en octubre de 2007 bajo el título “El perro del hortelano”: La inversión “necesita propiedad segura [de tierra], pero hemos caído en el engaño de entregar pequeños lotes de terreno a familias pobres que no tienen un centavo para invertir”. Y los que sobran, sobran, y lo de menos es cómo sean quitados de en medio.

Tras la masacre del pasado 5 de junio, la violencia continúa. Indígenas sacados de los hospitales y llevados con rumbo desconocido; testigos que hablan de desaparición y quema de cadáveres para ocultar la verdadera magnitud del genocidio, mientras otros son encontrados en las orillas de los ríos, esparcidos por el monte. El gobierno ha declarado el toque de queda en Bagua y sólo si se es portador de un salvoconducto entregado por el Ejército se puede transitar por sus calles. Y los medios acólitos al régimen llaman a la mano dura —tal y como se hizo en Oaxaca y Atenco en su momento—, a acabar de una vez por todas con quienes ponen en peligro los “valores democráticos” y la “institucionalidad” ocultando las verdaderas cifras de la barbarie. La doctrina de la “seguridad democrática” de su colega colombiano, está cerca.
http://www.jornada.unam.mx/2009/06/15/oja146-peru.html