El terremoto
de la ira
Tal vez desde el terremoto de Chillán, el 24 de enero de 1939 (7,8º y treinta mil muertos), que no se producía en Chile un sismo de la magnitud (9º) y violencia del de la madrugada del 27 de febrero en la zona comprendida entre Valparaíso y Concepción, donde vive el 50% de la población del país.
No hay aún una cifra definitiva del número de víctimas, porque todavía hay en todas partes escombros que remover. Pero ya se superaban las 800 personas al cierre de esta edición. Los desaparecidos son innumerables, en especial debido a los maremotos que arrasaron puertos, caletas y balnearios del litoral. Hay cientos de heridos. Los daños materiales son enormes. Cifras muy provisorias hablan de treinta mil millones de dólares.
Como siempre, la mayoría de las víctimas han sido chilenos pobres. Parece inevitable que el principal impacto de las catástrofes lo reciban ellos. Son los mismos que ahora sufren directamente la falta de alimentos, de agua, medicinas, ropa de abrigo, de techo. En muchas zonas se carece de electricidad, agua y combustible. Todavía son miles los que están a la intemperie porque debieron abandonar o perdieron sus casas. En las zonas más afectadas existen desesperación y una creciente indignación por la ineficiencia de las autoridades.
La acción del Ejecutivo se ha visto entorpecida por la incompetencia y la debilidad del aparato administrativo y los titubeos, demoras y contradicciones a nivel superior.
No obstante las advertencias y la trágica regularidad con que el país es azotado por desastres naturales, no se logran establecer criterios y normas adecuadas para enfrentar estas emergencias. Fue notoria desde el primer momento la descordinación de los servicios: fallaron el agua, la electricidad y los teléfonos, todos elementos en manos privadas, que a varios días de la catástrofe seguían sin funcionar, afectando a más de dos millones y medio de personas. En materia de telefonía se produjo un caos sobre todo en telefonía móvil: las autoridades quedaron virtualmente aisladas de la población, que no sabía qué estaba pasando e imaginaba lo peor.
Con soberbia -e ignorancia- el gobierno no aceptó inicialmente la ayuda ofrecida por diversos gobiernos desde el primer momento. Luego tuvo que rendirse ante la carencia de medios existente en Chile. Especial relevancia tiene la rápida ayuda prestada por Cuba, Bolivia, Perú y Brasil.
Quedó de manifiesto la precariedad del equipamiento para afrontar emergencias y catástrofes: desde la falta de hospitales de campaña, de puentes mecanos, plantas purificadoras de agua, grupos electrógenos, sistemas de comunicación, etc.
La red sismológica existe sólo en la imaginación de sus promotores. El servicio científico de la Armada -que debía dar la alarma del tsunami- incurrió en un error inexcusable al descartar un maremoto que, sin embargo, se produjo con consecuencias desvastadoras en las zonas costeras del Maule y Bío Bío.
Serias fueron también las debilidades administrativas de la autoridad. Nada se hizo por controlar la especulación y acaparamiento de los alimentos y artículos esenciales. Tampoco se previó que el expendio de gasolina no operaría debido a los cortes de energía eléctrica. No se tuvieron en cuenta las acciones del lumpen, que se producen cuando hay apagones, ni la necesidad de establecer una red informativa.
El terremoto desnudó las debilidades del modelo. Chile sigue siendo un país atrasado, aunque se codee en la OCDE con los países ricos. Sufre enormes inequidades y está sometido a la voluntad de empresas y consorcios privados que actúan al margen del control del Estado y de toda consideración por el bien común. Las autopistas concesionadas, por ejemplo, sufrieron daños graves que han puesto en peligro la conectividad del país.
¿Cómo puede explicarse que edificios recién construidos, ocupados por propietarios que tuvieron que hipotecar su inmueble hasta el fin de sus días para conseguirlos, se hayan derrumbado o estén tan dañados que tendrán que ser demolidos? El negocio inmobiliario hace lo que quiere en este país. No hay cálculos estructurales ni estudios de mecánica de suelos que valgan frente a la voracidad por ganar dinero a destajo. Por decir esta verdad, produjeron molestia las palabras del obispo Alejandro Goic, presidente de la Conferencia Episcopal, que condenó los abusos de las empresas constructoras y aludió a los empresarios que por “unos cuantos pesos” no trepidan en poner en peligro la vida de las familias. Ninguna constructora asume responsabilidades, nadie será castigado, nadie irá a la cárcel. La empresa privada es intocable y sus intereses merecen más respeto del Estado que el bienestar y seguridad de la población. Los supermercados suben los precios y ocultan productos. Mientras, el gobierno les compra miles de millones de pesos en mercaderías para distribuir entre los damnificados.
Son debilidades, abusos y corrupción que explican la reacción airada de miles de personas que protestan y que han llegado incluso a apoderarse de alimentos y artículos indispensables para sus familias. Aprovechando esa reacción natural y legítima de los ciudadanos, también han actuado elementos del lumpen y delincuentes para robar artículos electrónicos, licores y otros objetos.
Junto con el terremoto y el tsunami, ha entrado en erupción el volcán del malestar social que permanecía dormido. La ira ciudadana ha despertado. Hay que canalizarla y darle organización, para que se convierta en fuerza constructora de un poder democrático y popular. La memoria histórica del pueblo chileno conserva el legado de generaciones de luchadores sociales y políticos que fueron capaces de estructurar y orientar las demandas populares.
La situación actual ha llegado a extremos críticos en varias ciudades. El gobierno ha decretado zonas de estado de catástrofe en dos regiones, bajo el mando del ejército. Frente a esta medida, la derecha ha celebrado la vuelta de los militares y los tanques a la calle.
Las organizaciones sociales, los estudiantes y vecinos, los sindicatos, deben actuar en estas circunstancias críticas. Organizadamente el pueblo debe recurrir a las autoridades, proponer soluciones y controlar sus actuaciones. Lo más importante es superar la emergencia al más breve plazo. El pueblo tiene la fuerza y las condiciones para hacerlo. Así, además, se abrirá camino a la reconstrucción, que abordará el próximo gobierno encabezado por el empresario Sebastián Piñera, que sin duda tratará que el costo de esta catástrofe lo paguen los de siempre, los pobres.
PF
(Editorial de Punto final, edición Nº 704, 5 de marzo, 2010)
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