Chile, una visita a un país en vísperas electorales
Txente Rekondo
Gara/Rebelión
En las calles de la zona universitaria se muestran las pintadas y los carteles reivindicativos de todos aquellos que siguen luchando por cambiar la situación actual y que no renuncian a recuperar su memoria histórica. El contraste lo encontramos en el centro de la ciudad, donde se suceden las concentraciones de las diversas iglesias que inundan el país, muchas de las cuales están sustituyendo el papel de la tradicional iglesia católica, proclamando a los cuatro vientos las bondades de su credo y haciendo una evidente labor de proselitismo ante la mirada curiosa de los viandantes santiagueños.
Unos metros más alejados de la plaza de la Catedral nos acercamos a uno de los iconos de aquel golpe fascista de 1973, el Palacio de la Moneda, la sede presidencial de Salvador Allende y donde en aquella fatídica fecha los golpistas acabaron con su vida y con las esperanzas de buena parte del pueblo chileno. Y uno de los primeros detalles que llama la atención es observar cómo en torno al citado edificio se puede ver a los mismos milicos (o a los sucesores de éstos) que lo bombardearon con sus trajes de gala, haciendo una evidente ostentación de quién es el que, todavía hoy, sostiene las riendas del poder en Chile.
Y es que como dice Laura, una estudiante universitaria, nos encontramos ante un escenario «que es el fruto del sistema que pusieron en marcha los militares golpistas y sus aliados (empresarios y oligarcas) tras diecisiete años de dictadura, y que no es más que una transición donde todo está atado y bien atado».
Los principales pueblos y ciudades del país han visto cómo en esta larga campaña pre-electoral se han mezclado los mensajes electoralistas con las movilizaciones, los conflictos y las huelgas de diversos sectores de la ciudadanía, cada uno con sus reivindicaciones particulares, pero todos ellos demandando un cambio real a la política gubernamental y al rumbo que ha adquirido el país de manos de la actual clase política.
El profesorado de las escuelas municipales se ha venido manifestando en defensa del pago de «la deuda histórica» y contra los planes privatizadores de la enseñanza; los funcionarios públicos han logrado paralizar el servicio en defensa de una estabilidad para los trabajadores temporales y solicitando al mismo tiempo mejoras salariales; miles de personas sin casa han salido también a las calles estos días solicitando el derecho a una vivienda digna; los desempleados ven cómo la crisis sigue cebándose en los sectores más desfavorecidos, a pesar de las grandilocuentes declaraciones del Gobierno; y el conflicto mapuche entra en una nueva fase de lucha, y la respuesta del Ejecutivo es más Policía, más represión, con fatales consecuencias para sectores más amplios de este pueblo originario.
Esta breve visita a Chile nos ha permitido ver de primera mano las diferencias abismales entre los que la clase política chilena dice defender y el escenario real que se puede encontrar en cualquier esquina del país. Mientras los políticos siguen inmersos en la campaña electoral, los asuntos clave para una buena parte de la población seguirán guardados en el cajón del olvido.
Las elecciones del próximo domingo están cada vez más cerca, y los principales candidatos a la presidencia están volcando sus esfuerzos para hacerse con el apoyo de sus ciudadanos. La atención se ha centrado en los cuatro candidatos: Eduardo Frei, de la Concertación; Sebastián Piñera, de la Coalición por el Cambio; Marco Enríquez-Ominami, de la Nueva Mayoría para Chile; y Jorge Arrate, del Junto Podemos Más (JPM).
El candidato de la Concentración (calificada vehementemente como una coalición de centro izquierda), Frei, representa la imagen más triste de la ambición personal de un político. Ángel, conductor de autobús, nos apunta con cierta sorna, y señalando la propaganda de Frei, «vamos a vivir mejor», que «ese lema es el motor que mueve a ese político, quiere seguir en pontica para seguir enriqueciéndose personalmente». La escasa capacidad comunicativa de Frei, su anterior paso por la Presidencia chilena, marcada por una enloquecida campaña privatizadora, y sus antecedentes políticos, que le sitúan como representante de los sectores más conservadores de la coalición, no pueden augurar nada bueno.
Además, hay otros factores en torno a esta alianza de socialistas, democristianos y radicales, que incide en esa misma línea pesimista. Las divergencias internas en el proceso de elección del candidato han supuesto el abandono de importantes figuras, así como cerrar el paso a una candidatura «más fresca, con aires nuevos». La propia elección de Frei ha abierto las heridas de ese difícil equilibrio de la coalición, lo que unido al desgaste de los años en el Gobierno y a la presencia de un candidato derechista que reúne a todas las fuerzas reaccionarias y conservadoras a su alrededor (mientras que Frei tendrá que afrontar la presencia de candidatos salidos de sus propias filas), hacen que las posibilidades de la derecha por vencer por primera vez desde el final oficial de la dictadura gane puntos.
La campaña de la derecha es el más fiel reflejo del oportunismo político. Utilizando el tirón propagandístico del famoso cambio de Barack Obama, la derecha lo ha incorporado a su propia campaña. Al mismo tiempo, ha utilizado el arco iris (símbolo habitual de la Concertación) y la música popular (ligada históricamente a la izquierda), en un evidente intento por hacerse con el respaldo de aquellos sectores que normalmente no apoyan sus candidaturas.
La elección de Piñera, empresario acusado de mantener «negocios oscuros», y su supuesta participación en especulaciones financieras no parecen ser un obstáculo para lograr cuando menos el paso a la segunda vuelta. El apoyo de Piñera a las megaempresas y otros proyectos de desarrollo salvaje se han intentado ocultar durante la campaña, poniendo el énfasis en la lucha contra la delincuencia. Los principales medios de comunicación, afines a los sectores reaccionarios y oligarcas del país también han puesto su granito de arena, y no han dudado en repetir un día tras otro cualquier incidente relacionado con la seguridad ciudadana para dar la imagen de un Chile donde la delincuencia estaría campando a sus anchas bajo el Gobierno de la Concertación.
El tercer candidato, Enríquez-Ominami (MEO), pretende presentarse como el candidato de la renovación generacional. Dolido por su exclusión del proceso de primarias en la Concertación no ha dudado en presentarse en solitario, y ha conseguido el apoyo de diversos sectores ideológicos del espectro político chileno. Su candidatura está siendo mimada por los medios afines a la derecha, en un evidente intento de restar votos a Frei, y otros señalan que «detrás de sus intenciones y del marketing electoral se pueden esconder los trazos de una política claramente neoliberal».
Arrate es el candidato del JPM, la alianza del PC chileno y otras formaciones para acabar con el dominio de las dos principales coaliciones. No lo va a atener sencillo, de hecho y a pesar de que todos reconocen que es el vencedor moral de los debates televisivos, su presencia en los medios es muy escasa, relegado a espacios mínimos, lo que ha hecho que algunos lo definan como «el candidato oculto». Arrate tampoco está exento de las críticas por parte de los sectores de izquierda, sobre todo de los movimientos extraparlamentarios, quienes le señalan como el candidato más conservador de esa alianza.
Proveniente del PS chileno, Arrate está utilizando la imagen de Allende junto a su figura como un claro reclamo de la herencia ideológica del presidente chileno. Por otro lado, ha sabido articular un discurso que recoge las principales demandas de la población, pero los obstáculos financieros, mediáticos y políticos pueden hacer que sus resultados sean inferiores a lo esperado.
El JPM ha puesto buena parte de su futuro político en torno al pacto instrumental o «contra la exclusión» que ha firmado con la Concertación, y que se basa en dos pilares. El primero es el apoyo del JPM a Frei en el caso de una segunda vuelta, y el segundo concreta el reparto de los distritos electorales en las elecciones parlamentarias, por el que JPM se presenta en 12 de ellos y la Concertación en otros tantos, evitando competir entre ellos. El argumento para defender este acuerdo se sustenta en el intento de romper el sistema electoral diseñado por el post-pinochetismo.
Chile necesita una transformación, que «difícilmente puede venir de la mano de la clase política actual», apunta la estudiante santiagueña. La recuperación del cobre, el fin del poder de los militares, la recuperación de la memoria histórica, la estatalización de los recursos naturales o unos servicios educativos y sanitarios de calidad son, junto a la «necesidad de una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución democrática y participativa», los ejes que debería adoptar el cambio en este país.
De no lograr ningún candidato la mayoría absoluta el próximo domingo, los dos mejores situados volverían a enfrentarse el 17 de enero. Todavía es pronto para que se plasme en la realidad chilena la letra de aquella otra canción que veía marchar «por las alamedas a los oprimidos» y «de banderas de pobres se llenarán los caminos». Las grandes alamedas de Chile siguen esperando los aires de cambio y que éstas se abran definitivamente para que los sueños y proyectos de todos aquellos que quedaron en el camino bajo la vota de los milicos y sus aliados puedan convertirse en realidad.
Mientras tanto, habrá que esperar para que cobra peso aquella estrofa de hace años, «porque esta vez no se trata de cambiar un presidente / será el pueblo quien construya un Chile bien diferente».
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