Si fuera cierto, como apunta Mike Davis, que “los suburbios de las ciudades del tercer mundo son el nuevo escenario geopolítico decisivo”, vale la pena echar un vistazo al medio siglo de historia de la población chilena La Victoria. Ella muestra algunos de los caminos, posibles y tangibles, por los que pasa la emancipación en nuestros suburbios latinoamericanos. Porque parece evidente que las resistencias y las emancipaciones no pueden inventarse en el aire sino inscribirse en las mejores tradiciones de nuestros pueblos.
Este 30 de octubre se cumplen 50 años desde que unos miles de familias muy pobres de Santiago, que se hacinaban en el céntrico Zanjón de la Aguada, llegaron hasta un descampado en la zona sur, lo tomaron, resistieron el desalojo y se pusieron a construir sus viviendas, las calles y banquetas, trazaron un barrio, levantaron escuelas y puestos de salud y, finalmente, se conectaron con los servicios de agua y saneamiento. Sólo contaron con su determinación, el apoyo de organizaciones de la izquierda revolucionaria y de sectores de la Iglesia católica. Lo demás lo inventaron sobre la marcha.
La invasión que dio origen a La Victoria fue un parteaguas en las luchas de los pobres urbanos. Fue una de las primeras invasiones colectivas del continente, organizada cuidadosamente por los propios pobladores. La consigna fue llevar sólo la bandera chilena y tres palos para poner en pie algo parecido a una vivienda precaria; llegaron de noche, en carros, colocando trapos en los cascos de los caballos para no hacer ruido. A diferencia de lo que venía sucediendo en las villas miseria y las callampas, la población no creció como consecuencia de una agregación individual o familiar sino por la acción masiva y simultánea de miles de familias.
La organización previa dio paso a la organización de la población, manzana por manzana, en base a asambleas diarias al regresar del trabajo. Una forma de hacer en la que se adivinan gérmenes de poder popular territorial. En tercer lugar, fue un parteaguas por el papel determinante de las mujeres-madres que tomaron en sus manos la construcción de la nueva barriada. El ejemplo de La Victoria lo siguieron cientos de miles en todo Chile, al punto que cuando Augusto Pinochet dio el golpe de Estado en septiembre de 1973, un tercio de la población de Santiago vivía en poblaciones autoconstruidas.
La dictadura militar inició, a su vez, una contrarrevolución urbana llevando a los pobres lejos del centro urbano para conjurar el peligro que representaba la organización territorial de los de abajo. Además, destruyó sus barrios autoconstruidos para crear 200 mil viviendas de baja calidad donde fueron erradicados a la fuerza un millón de personas. En adelante deberían vivir en barrios y viviendas construidas por el Estado o el mercado, que es la forma de facilitar el control a través de la reconstrucción del panóptico urbano que los pobres habían reconstruido con sus tomas.
Duró poco la paz de la dictadura. Pese a una década de feroz represión, de guerra contra los pobres centrada en barrios como La Victoria y La Legua, donde se registraron allanamientos diarios y decenas de desaparecidos, torturados y encarcelados, en 1983 y 1984 esos barrios se levantaron contra el tirano en 11 jornadas de protesta. Las barricadas y la ocupación del espacio público por los jóvenes tomaron el lugar de la huelga y el paro, que eran rigurosamente sancionados. Las jornadas fueron el mayor golpe a la dictadura, que emprendió una lenta retirada para dar paso a partir de 1990 a la democracia electoral regida por la Concertación Democrática.
Si las pobladoras de los años 50 habían aprendido a construir y controlar sus espacios, las de los 80 aprendieron a producir sus vidas cotidianas como respuesta a la crisis económica y el desempleo, creando amasaderías, lavaderos, comedores populares, talleres de tejido, huertos familiares y comprando juntas los alimentos. Como señala el historiador Gabriel Salazar, esas mujeres nunca fueron derrotadas por la dictadura en el terreno de lucha que habían elegido, sino “en el terreno de la transacción elegido por los que, supuestamente, eran sus aliados: los profesionales de clase media y los políticos de centroizquierda”. La transición a la democracia electoral fue una derrota para esas mujeres, y esos jóvenes, que en sus barrios hirieron de muerte a la dictadura pinochetista.
Sin embargo, La Victoria y otros barrios populares creados por los pobres en los años 60 siguen resistiendo. En 2001, el Ministerio del Interior del gobierno “socialista” de Ricardo Lagos impuso la “intervención” en La Victoria y en ocho barrios más. La gendarmería, los pacos, patrullan el barrio día y noche y buena parte de sus 30 mil habitantes no creen el cuento del narcotráfico y la delincuencia como excusa de la intervención. Se trata, dicen los vecinos del centro cultural Pedro Mariqueo, de control social y político porque esos barrios siguen siendo potenciales espacios antisistémicos.
En La Victoria funcionan varios centros sociales y culturales, una radio y un canal de televisión comunitarios. Pese a la cooptación y la división fomentadas por los sucesivos gobiernos concertacionistas, cada 11 de septiembre –aniversario del golpe de Estado– la empresa eléctrica corta la luz en el barrio como medida de precaución en las zonas “conflictivas” de la ciudad. Buena parte de los pobladores de La Victoria tienen claro que siguen siendo los “otros” para los poderosos, ese peligro latente que supo construir ciudad, combatir a la dictadura y resistir la cooptación de la democracia. Cincuenta años después de haber cambiado el rumbo de las luchas sociales, siguen alimentando la tradición de resistencia y emancipación de los pobres urbanos de este continente, que será referente ineludible de quienes pretenden llevar las potentes luchas rurales al difícil y resbaladizo terreno de las grandes ciudades.
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